Fuente: El País. Fecha: 03-01-2014
Solo seis empresas controlan un mercado donde hay mucho en juego
Quien controle las semillas controlará el mayor mercado del mundo: el de los alimentos. Este axioma es tan cierto que ha calado como el orvallo en el sector agrícola. Y esa lluvia ha creado dos torrenteras que se miran con la desconfianza de viejos púgiles. De un lado, los productores de semillas comerciales —que incluyen las simientes convencionales y las controvertidas transgénicas—, y de otro, aquellos agricultores que plantan y defienden las variedades autóctonas. Pero la pelea se complica, pues las semillas tradicionales también buscan su espacio frente a las transgénicas. ¿Todos contra todos?
Eso parece, ya que la importancia de los números de esta industria va más allá de simples cifras anotadas en un balance. “Hablar de semillas no es un debate agrario reducido a técnicos que buscan soluciones en reglamentos; no es un arma geopolítica que se quiere controlar desde los despachos financieros; es hablar de nuestra propia existencia, porque en la libertad de las semillas germina la libertad de las comunidades”, desgrana Gustavo Duch, coordinador de la revista Soberanía alimentaria.
Esta es la posición de partida de una industria que crece con una fuerza inaudita si la comparamos con otros sectores. Sostiene la consultora Transparency Market Resarch que el mercado de semillas comerciales moverá en 2018 unos 53.320 millones de dólares (38.750 millones de euros). Hoy en día supera los 35.000 millones de dólares. O sea, el negocio de las simientes crece a tasas cercanas a los dos dígitos al año. Incluso, las genéticamente modificadas. De hecho, su mercado pasará de 15.600 millones de dólares en 2011 a 30.210 millones durante 2018. ¿Cómo entenderlo? ¿Arraigan los transgénicos, a pesar de la contestación social que generan?
El ejercicio 2012 fue récord para la industria de los cultivos genéticamente modificados. Más de 17,3 millones de agricultores, en 28 países, cultivaron 170,3 millones de hectáreas. Cien veces más superficie que durante 1996. “Esto convierte a los campos biotecnológicos en la tecnología de cultivo de más rápida adopción en la historia reciente”, relata Carlos Vicente Alberto, director de Sostenibilidad en Europa de Monsanto.
La organización no gubernamental ETC Group denuncia que las seis grandes (Syngenta, Bayer, Basf, Dow, Monsanto y DuPont) manejan el 59,8% del mercado de las semillas del mundo y el 76,1% de agroquímicos. “Es un oligopolio”, enfatiza, desde México, Silvia Ribeiro, directora en América Latina de la ONG. “Hace 30 años ninguna empresa semillera controlaba más del 1% de todas las simientes comerciales que se vendían en el planeta. Ahora tener un control tan elevado de las semillas resulta muy preocupante, porque son la llave de la cadena alimentaria”, dice Ribeiro.
Y esa es una pelea que afecta a todos los países, sobre todo a los que tienen muchas bocas que alimentar. En diciembre pasado, científicos agrícolas de origen chino fueron detenidos en un centro de biotecnología de Arkansas (EE UU) acusados de haber tratado de sacar semillas de las instalaciones para entregárselas a una delegación china de visita por el país. Inquieta una historia que mezcla espionaje industrial y seguridad alimentaria, pero también evidencia que las simientes son materiales cada vez más valiosos y caros.
ETC Group calcula que aprobar una variedad genéticamente modificada exige una inversión de 136 millones de dólares. Algo que solo se halla al alcance de unos pocos. En 2007, las seis grandes invirtieron nueve veces más en I+D en cosechas y cultivos que el Departamento de Agricultura estadounidense. De ahí que sean tan celosas con sus patentes (provocando un aluvión de denuncias contra los agricultores que las infringen). Lo que, sin embargo, nos les impide firmar cada vez más acuerdos de licencias cruzadas entre ellas. Entonces, ¿en manos de quiénes reposa el futuro de nuestra alimentación? “Bayer, Monsanto, DuPont, Dow y Basf, y sus inversionistas financieros, son como orcos y trasgos tras un anillo. Desean controlar la alimentación de la Tierra”, explica Duch.
El problema es que, cada vez más, los cultivadores utilizan la radiación y los genes químicamente alterados para mutar semillas y plantas e introducir mayor variabilidad genética. La mutagénesis la emplean, entre otros, Basf o Dupont con el fin de desarrollar cultivos destinados a mercados que rechazan la ingeniería genética. “Es la manera, por ejemplo, en la que se crean limones o uvas sin pepitas”, analiza Antonio Villarroel, secretario general de la Asociación Nacional de Obtentores Vegetales (Anove). Además, suma dos ventajas frente a la ingeniería genética. Es más barata y pocos dudan de sus bondades. “El uso de luz ultravioleta, rayos X y procesos químicos se ha venido aplicando de manera segura durante décadas”, señala un portavoz de Basf, quien recuerda que el primer cultivo comercial (la planta del tabaco) bajo esta luz data de 1934.
Aunque suene a contrasentido, la industria de las semillas es una de las que incorporan más tecnología a sus productos. Las empresas españolas destinan el 20% de la facturación a I+D. Hablamos de un porcentaje muy alto para un sector que mueve 500 millones de euros en España. Y con un efecto maltusiano. Un informe de 2010 referido al Reino Unido revela que por cada libra invertida en esta industria se genera un retorno de 40. Y eso en un país con un peso agrario inferior al español. Aquí, las cuentas, y la competencia, son mayores. Por eso, “a veces, la coexistencia entre productores de semillas españoles y las grandes multinacionales no resulta fácil, ya que chocan en la visión de la propiedad intelectual de las simientes”, según Villarroel.
Quizá sea una buena forma de recordarnos que la alimentación en el mundo es la historia de una pérdida. En el comienzo de nuestra civilización había unas 10.000 especies, pero hoy se cultivan solo entre 150 y 200. En la India, a principios del siglo XX, se catalogaban 30.000 variedades, ahora, en el 75% del país se plantan únicamente 12. ¿Y en España? En los años setenta encontrábamos 350 tipos de melones distintos, y ahora apenas hay diez.
José Esquinas, ex alto cargo en la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés), cree que detrás de esta merma se ocultan, en parte, los grandes productores de semillas, los cuales “han entendido que la forma más fácil de controlar el mercado es estandarizarlo y uniformizarlo”. “La estrategia”, incide Henk Hobbelink, coordinador de la ONG Grain, “es manejar pocas variedades e implantarlas de forma masiva”. Tanto es así, que los cultivos transgénicos se concentran en 12 especies, mientras que las redes campesinas han cultivado miles. “El siglo XXI será el de la diversidad, o no veremos acabar el siglo”, advierte Esquinas. “¿Cómo vas a afrontar un problema como el del cambio climático con variedades uniformes?”, pregunta.
Esta pregunta ha llegado hasta Tierra de Campos (Palencia). Una comarca de clima extremo en la que Jerónimo Aguado tiene plantadas ocho hectáreas de cereales. Su “agricultura”, cuenta, “es del recuerdo”. Recuperar las semillas de sus padres y abuelos. La cebada caballar o el trigo candeal. Esas son las especies con las que trabaja este agricultor. Antes había cien variedades autóctonas, ahora han dejado de plantarse bajo la polvareda de las simientes que imponen las multinacionales. “Te venden semillas homogéneas. ¡Cómo si fuera lo mismo plantar aquí o en la rivera del Guadalquivir!”, zanja Aguado.